En mi papel de traductora, mi atuendo diario siempre ha sido un pijama o, en el mejor de los casos, ropa cómoda. A media mañana, me ducho, me lavo los dientes y vuelvo a vestirme cómoda.
El momento para vestirme elegante llega cuando tengo un trabajo de interpretación. Tanto si me escondo en una cabina en una conferencia internacional, como si me siento frente a los propietarios en una junta de comunidad (como esta mañana), como si interpreto en una reunión de negocios o llevo a un cliente al médico, mis vestidos, pantalones elegantes, camisas y zapatos de tacón salen del armario, me pinto la cara con el cuidado de un guerrero indio, me pongo mi mejor perfume y me seco, aliso y peino el pelo (en la medida de lo posible, mi pelo es un poco rebelde). Todo ello, por supuesto, sin pasarme de la raya, nada demasiado llamativo ni provocativo, que eso está prohibido en nuestro mundo.
En este momento llevamos algo más de un año desde el cierre total inicial provocado por la pandemia y, siguiendo la tendencia general, mi trabajo de interpretación también se ha trasladado a Internet, además, la mayor parte del tiempo con la cámara apagada, porque los intérpretes, a diferencia de los niños, se deben oír y escuchar, pero no necesariamente se deben ver.
Sin embargo, mi vestimenta de trabajo sigue siendo la misma, uñas pintadas y lápiz de labios incluidos. ¿Por qué? Porque si me veo bien, me siento bien, me visto como debería ser, aunque nadie me vea. Y nunca se sabe. Alguien, en algún momento, puede pedirte que enciendas la cámara y, de hecho, eso me ha pasado un par de veces.
Así que este es mi consejo: ¡sé profesional y vístete para la ocasión!
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